15. La ratita presumida

Hoy os traemos un bonito cuento tradicional que seguramente todos conocéis pero que os encantará escuchar de nuevo.

Aquí os traemos la Ratita Presumida!

Había una vez, en un precioso y diminuto pueblo, una bonita casa rosa donde vivía una ratita.
A la ratita le encantaba cuidar de su casita y tenerla muy limpia. Cada mañana después de limpiar la casa por dentro salía a limpiar su portal. Barría y barría la entrada de la casa mientras canturreaba contenta.
Pero además de hacendosa, la ratita era muy presumida.
Una mañana, cuando estaba barriendo y cantando, vio algo que brillaba en el suelo y se agachó para saber qué era. ¡Llena de alegría, recogió una moneda!, y dijo:
-¡Que suerte! Con esta moneda redonda y dorada, ¿qué podría comprar?
¿Tal vez caramelos de menta o de fresa?
Y ella misma contestó:
-Ni hablar. ¡Mis dientes se estropearían!
Y siguió pensando:
-¿Acaso un traje de fina seda?
Pero se contradijo otra vez:
-Ni hablar. ¡Tendré mucho que planchar!
Por fin se decidió:
-Ya sé, ya sé, un lacito rojo, es lo que compraré.
Se fue corriendo a la tienda y compró un hermoso lazo de terciopelo rojo, que se puso en la colita.
Por la tarde, la ratita salió y se sentó ante el portal de su casa, para lucir su nuevo lazo y presumir ante todo el que pasara.

El primero que pasó fue un burro que, al verla tan elegante, exclamó:
-Ay, ratita, mira que paso por aquí cada día, pero nunca me había dado cuenta de ¡lo rebonita que eres!
Al oír sus palabras, la ratita presumida se ruborizó y dijo:
-Oh, señor Burro, eres muy galante, muchísimas gracias.
Pensando si le haría caso, el burro soltó un suspiro:
-¿Te casarías conmigo?
Pero antes de contestar, ella a su vez, preguntó:
-Y por la noche ¿qué ruido harás?
El burro rebuzno con voz de tenor:
Hiah, hiah, ho, hiah, hiah, ho.
-Ni hablar. Con tanto ruido me despertarás. Contigo no me he de casar.
El burro se marchó, ofendido por sus palabras.

Poco después pasó un gallo que, al verla tan guapa, se entusiasmó:
-Ay, ratita, tanto tiempo hace que te veo en el portal, pero hasta ahora no había caído en lo rebonita que eres.
-Oh, qué amable eres, amigo gallo, muchísimas gracias.
El gallo pensó que las tenía todas consigo y aleteó:
-¿Te casarías conmigo?
Pero antes de responder, ella a su vez, preguntó:
-Y por la noche ¿qué ruido harás?
Y el gallo cantó con fina voz:
Qui qui ri quí. Qui qui ri quí.
-Ni hablar. Con tanto ruido me asustarás. Contigo no me he de casar. 
Y el gallo se alejó, dolido por sus palabras.
 

Frente a la casa de la ratita presumida vivía un ratoncito, que llevaba mucho tiempo enamorado de ella en silencio. Se dedicaba a admirarla desde su ventana pero no se atrevía a confesarle su amor. Sin embargo, aquel día, viendo que a la ratita presumida la rondaban varios pretendientes, decidió presentarse. Se acercó a ella y la saludó.
-Hola vecinita, ¿cómo estás hoy?
La ratita, sin hacerle mucho caso, le contestó:
-Ah, eres tú, estoy muy bien, gracias.
Pero Ratoncito insistió:
-Siempre que te veo, todos los días, estás preciosa. Pero ¡hoy lo estás aún más!
Y muy seria, ella lo despidió:
-Te lo agradezco, pero tendrás que disculparme porque estoy muy ocupada y no puedo seguir charlando contigo.
El pobre Ratoncito volvió a su casa abatido y tuvo que conformarse con seguir mirándola desde su ventana.

Al cabo de un rato pasó por allí un precioso y astuto gato de angora con un bonito cascabel de plata en el cuello. El gato se detuvo y dijo maliciosamente:
-Muy buenas tardes, hermosa Ratita, siempre que paso por aquí y te veo, pienso una cosa y hoy te la voy a decir: ¡eres la muchacha más rebonita del barrio! ¿Lo sabías?
-Oh, ¡qué cosas dices, Don Gato, eres todo un caballero, no merezco tus elogios, muchísimas gracias!
El gato, envalentonado, pensó: Estoy de suerte, creo que le gusto, y se apresuró a proponer:
-¿Quieres casarte conmigo?
-Tal vez -dijo Ratita complacida -pero antes tengo que hacerte una pregunta.
Por la noche ¿que ruido harás?
El gato comprendió que, si contestaba lo que la ratita esperaba oír, tenía todas las de ganar, y con su voz más suave maulló dulcemente: 
Miauu, miauu, michi, michi, michi, miau…
-Oh, sí -aplaudió la ratita-. ¡Contigo me puedo casar, pues con ese delicado maullido me arrullarás!
La ratita decidió invitar al precioso gato a entrar a su casa a merendar y poder así hablar de los preparativos de la boda.
La ratita invitó al gato a sentarse en el sillón frente al fuego de la chimenea mientras ella iba a preparar algo para merendar.
Mientras ella estaba preparando unos deliciosos sandwiches, el gato se acercó sigilosamente a la cocina.

Entonces, mostrándole sus fieros colmillos y sus verdaderas intenciones, el gato le dijo:
-¡Ja, ja, ja, mi inocente ratita, hazte a la idea de que vas a ser tú la comida!

La ratita presumida empezó a temblar, estaba muerta de miedo… De repente apareció su vecino Ratoncito, que, como no se fiaba un pelo, había estado observando desde la ventana.
Ratoncito cogió del fuego de la chimenea una rama con fuego y se la pasó al gato por la punta de la cola y el muy traidor huyó aullando de dolor.
En ese momento, el ratoncito dijo con ternura:
-Ratita, Ratita, mi ingenua y presumida Ratita, bien sabes que eres la más bonita.
Y luego, muy nervioso, con un hilo de voz, pidió:
-¡Cásate conmigo!
Y aunque Ratita ya estaba decidida, igualmente preguntó:
-Y por la noche, ¿qué ruido harás?
-Dormir y callar -le respondió él.
Entonces la ratita presumida consintió:
-Oh, sí, ¡contigo me he de casar!
Ratoncito y Ratita se casaron enseguida y vivieron muy felices en su rosada casita.

Y colorín colorado este cuento encantado se ha acabado.

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